Así lo dio a conocer el Partido Acción Ciudadana de manera oficial mediante publicación del su Tribunal Electoral Interno.
Así lo dio a conocer el Partido Acción Ciudadana de manera oficial mediante publicación del su Tribunal Electoral Interno.
Javier Aguirre es uno de los técnicos más valorados por la afición de México, así como también por las autoridades que rigen el fútbol en dicho país. La ilusión de quedarse con la Copa Oro 2025 está intacta, aunque el camino tenga dificultades.
El arribo de Miguel Herrera generó gran expectativa en esta Selección de Costa Rica. Con su estilo frontal y carismático, junto con su experiencia internacional, el entrenador fue recibido como una apuesta para revitalizar los picos del equipo.
Más allá de lo que cada quien tenga por obligación en el plano deportivo, uno de los temas que más llamó la atención entre los aficionados fue el económico. Por estos tiempos, es sabido que el fútbol mueve millones. Esta no es la excepción.
Una forma clara de entender si un director técnico gana mucho o poco, es darle un plano comparativo con un rival directo. Por eso, trazaremos un paralelismo con ambos protagonistas. Económicamente, se enfrentarán aztecas y ticos.
Según la información que hizo trascender TV Azteca, Javier Aguirre percibe unos 2.9 millones de dólares anuales para dirigir a la Selección Nacional de México. La cifra lo posiciona como uno de los entrenadores mejor pagados del continente.
A nivel mensual, Aguirre gana unos 242 mil dólares. Para darle contraste a todo lo económico, Miguel Herrera gana 360 mil dólares… anuales. Su sueldo para el cargo de entrenador en Costa Rica fue mucho más modesto que el de su colega.
Herrera embolsa 30 mil dólares al mes. En perspectiva con su antecesor Gustavo Alfaro, la reducción salarial es del 70%. El argentino se llevaba alrededor de 1.2 millones de dólares por cada año trabajado. Eso era exuberantemente mayor.
Fuente: Fútbol Centroamérica
Fuente: Redes Sociales José M Villalta
“Recuperando la distinción entre arte y bodrio”- Lisandro Prieto Femenía
"A veces un cigarro es solo un cigarro"
Sigmund Freud
Hoy quiero invitarlos a reflexionar una vez más sobre nuestro tiempo, también conocido como “postmodernidad”, un período caracterizado por la fragmentación de las narrativas, la desconfianza en los metarrelatos y la proliferación de los simulacros, logrando así reconfigurar radicalmente nuestra relación con la estética. En este nuevo escenario cultural, asistimos a un fenómeno singular: la erotización de lo grotesco: lo que otrora era considerado marginal, repulsivo o incluso monstruoso, se ha convertido en objeto de fascinación y deseo, o sea, en moda incuestionable. Esta tendencia, lejos de ser una mera curiosidad estética, revela profundas transformaciones en nuestra sensibilidad y en nuestra manera de concebir el cuerpo, el deseo, la belleza y la identidad. En pocas palabras, amigos míos, hoy vamos a intentar comprender por qué cuesta tanto distinguir una obra de arte de un bodrio.
Analizar la estética de lo feo y la erotización de lo grotesco implica que exploremos temas que desafían la percepción tradicional de la belleza, vinculando el arte, la filosofía y la psicología en una reflexión sobre los límites estéticos y emocionales de nuestra época. Evidentemente, eso no lo vamos a lograr en un simple artículo de reflexión filosófica en este periódico, pero al menos podemos aprender un poco sobre el asunto mientras deshilachamos algunas trivialidades que se han convertido en cánones de la estética postmoderna.
La precitada estética ha sido abordada en diversas épocas, especialmente desde la filosofía alemana del siglo XIX. Particularmente, Karl Rosenkranz, en su obra titulada “Estética de lo feo” (1853), argumentaba que lo feo no es simplemente un defecto en relación con la belleza, sino una categoría estética que revela aspectos profundos de la naturaleza humana. El autor incluso propone que lo feo pueda ser tan complejo que incluya lo variado, lo monstruoso y lo absurdo, sugiriendo que tiene valor propio en el ámbito del mundo del arte. Lo feo, para él, tiene su propio significado y su función específica, puesto que permite confrontar la disonancia y el conflicto, lo caótico y lo irracional en la experiencia humana.
Por su parte, Arthur Schopenhauer también reconocía en lo feo una fuerza que, aunque disruptiva, podría ser estéticamente significativa. Según él, la representación de lo feo permitiría explorar el “sinsentido” de la existencia, así como los aspectos más oscuros de la vida humana. Se trata de un pensador para quien la belleza suscita un placer y una elevación, mientras que lo feo sirve para confrontar al espectador con el sufrimiento y la tragedia universal de nuestra existencia.
Ya en el siglo XX, los surrealistas como André Breton y Salvador Dalí, se dedicaron a explotar la erotización de lo grotesco, encontrando en lo extraño y lo deformado una fuente de atracción. Las figuras distorsionadas de Dalí o los poemas de Breton capturan este sentido en el que lo erótico y lo grotesco se entrecruzan, buscando despertar en el espectador un deseo que no se ancla en la categoría clásica de lo “bello”, sino en la trasgresión y la ruptura de las normas estéticas convencionales.
En definitiva, la estética de lo feo y la erotización de lo grotesco funcionaron como fenómenos que desestabilizan el sentido común de la belleza y el deseo, recordándonos que, en el arte y en la filosofía, las categorías estéticas tradicionales pueden ser insuficientes para comprender la amplitud de las experiencias humanas: en lugar de aspirar únicamente a lo sublime, explotar la atracción por lo deformado o lo extraño cumplía la función de confrontarnos con la multiplicidad de la naturaleza humana, que abarca un todo, es decir, tanto el deseo de orden como el impulso hacia la trasgresión.
Como se habrá podido apreciar, la serie titulada “Bellas Artes” se erige como una mordaz crítica y sátira de la escena artística contemporánea, donde la búsqueda de la novedad y la provocación a menudo desemboca en una estética de lo ridículo, del exceso conservador y del absurdo nihilista reaccionario. A través de sus bien articuladas caricaturas de artistas bizarros, críticos y mecenas, la serie expone las contradicciones reales y los límites de una vanguardia que, en su afán por subvertir las normas establecidas, termina creando clichés y estereotipos que ya cansaron a la sociedad.
En este sentido, la erotización de lo grotesco, presente en muchas obras que se presentan en “Bellas Artes”, se convierte en una herramienta para la parodia y la crítica social a una moda que está mostrando sus últimos coletazos. Al llevar a un extremo las convenciones estéticas y las obsesiones del mundo del arte, la serie revela el carácter arbitrario y construido sobre naipes de estas mismas convenciones. La violencia, la fealdad y la perversión se convierten en elementos recurrentes, utilizados para provocar escándalo y llamar la atención , pero también para desenmascarar la vacuidad de muchas propuestas artísticas que siguen engolosinadas en el bucle de lo “posmo-chic” que, al parecer, ya no tiene nada que denunciar.
La serie precitada sugiere que, en la búsqueda de lo nuevo y lo radical, el arte contemporáneo ha caído en una especie de nihilismo estético, donde la belleza y el significado han sido completamente reemplazados por la provocación gratuita y la obsesión por lo chocante (que ya no choca a nadie). En este contexto, erotizar lo feo o lo grotesco, se convierte en una estrategia para llamar la atención de un público que día a día se va cansando cada vez más del sinsentido y de la fealdad como herramientas de lucha contra un enemigo que claramente no existe hoy. En otras palabras, amigos míos, intentar generar polémica mediante algo que no es polémico, sino ridículo, no es otra cosa que haberse quedado en la lucha de un siglo que no es el nuestro.
Al igual que muchos especialistas en estética, que intentaban ver en lo grotesco una fuerza subversiva capaz de desafiar las estructuras del poder, los creadores de “Bellas Artes” utilizaron la estética del ridículo para criticar el mercado del arte, la mercantilización de la cultura y la superficialidad de la sociedad contemporánea. Sin embargo, a diferencia de los críticos comunes, la serie ha pretendido adoptar una postura oportunamente más pesimista, sugiriendo así que la transgresión ha sido domesticada y absorbida por el sistema, convirtiéndose en un producto más de consumo cultural.
Si bien la exaltación artística de lo feo ha sido una tendencia dominante en la cultura contemporánea, es fundamental reconocer que no es la única posibilidad estética. La historia del arte nos muestra que la belleza en sus múltiples manifestaciones, ha sido una fuente inagotable de inspiración y reflexión. Aún así, en un mundo marcado por la proliferación de imágenes y la saturación mediática, la belleza parece haber perdido su capacidad de conmover y emocionar.
Como señalamos en el caso de la serie “Bellas Artes”, la idea es que podamos cuestionar si la búsqueda de la trasgresión a través de lo grotesco es realmente el camino hacia la innovación artística. Podríamos preguntarnos, entonces, ¿es posible concebir una belleza que no sea simplemente la negación de lo convencional, sino una afirmación de nuevos valores y sensibilidades?
Para responder a esta pregunta, podemos mirar hacia el pasado y recuperar algunas tradiciones estéticas que han valorado la belleza como un ideal. El arte clásico, el romanticismo, el simbolismo, son sólo algunos ejemplos de movimientos artísticos que exploraron las diversas facetas de la belleza, desde la armonía y la proporción hasta lo sublime y lo misterioso. Evidentemente, no se trata de “volver a un pasado que fue mejor”, no, sino intentar ser capaces de responder a los desafíos y las complejidades de nuestro tiempo dejando de repetir clichés de luchas, que ya no tienen adversarios reales.
Es que la estética de lo grosero, nacida como una fuerza que luchaba contra los ideales de un concepto de belleza clásica y armónica, efectivamente se ha convertido en una corriente dominante en el arte contemporáneo. Este cambio, que ha tenido su auge, y actual decadencia, en la postmodernidad, revela cómo las categorías inicialmente marginales y desestabilizadoras pueden ser absorbidas y neutralizadas por el propio sistema que en un principio criticaban.
Cuando lo grotesco y lo feo se vuelven el nuevo canon, es decir, la nueva norma establecida por la estética de la época, se produce una paradoja: lo que antes chocaba y provocaba rechazo, ahora es aceptado, celebrado, en su momento esperado, y ahora intensamente repetido. En sus orígenes, lo grotesco apuntaba a la descomposición de la belleza idealizada y de las jerarquías tradicionales: a través de la exageración, la deformación y la mezcla de lo sublime con lo absurdo, buscaba liberar al arte de normas fijas, acercándose a una experiencia humana más cruda y menos idealizada.
Pues bien, misión cumplida, pero al instalarse como discurso hegemónico, esta estética está perdiendo su capacidad de subvertir. La idea de que “todo es arte”- pilar de la postmodernidad- implica que nada en particular resulta perturbador o inaceptable, y la provocación se vuelve un recurso más del mercado cultural. Al institucionalizarse lo grotesco, el arte y la cultura contemporáneos han creado un terreno en el que la trasgresión se vuelve repetitiva y predecible.
Las estrategias estéticas de protesta o de shock, pensadas inicialmente para desafiar estructuras de poder y modelos estéticos hegemónicos, terminan vaciándose de contenido crítico al carecer de un “otro” al cual confrontar. Esta hegemonía de lo feo y lo grotesco ha diluido el impacto de las obras, y a menudo se convierte en una estética ya vacía de rebeldía o en una provocación superficial, dirigida más al espectáculo que a la reflexión. Se trata, lamentablemente, de una “infantilización” de la protesta artística, cuando las obras buscan impresionar a través de lo grotesco o lo absurdo sin ofrecer contenido genuinamente crítico.
En esta saturación de lo grotesco, las categorías de “obra de arte” y “bodrio” pierden sus diferencias y se convierten en casi intercambiables. Esto resulta en una crisis de autenticidad y significado en el arte, donde el valor se mide menos por el impacto ético o estético de la obra y más por su capacidad de sorprender o llamar la atención, de manera patéticamente superficial.
Reitero, y por fin, concluyo aquí: la paradoja de que el discurso de protesta se haya vuelto hegemónico evidencia una crítica profunda al estado del arte postmoderno. Con el avance del abandono del pensar excusado por una incomprendida desconstrucción, la frontera entre arte y espectáculo se disuelve, y lo grotesco, que pretendía desafiar, se convierte en un recurso fácilmente capitalizable y consumible. De este modo, el arte parece haber quedado atrapado en una especie de “bucle de la trasgresión” vacío de confrontación auténtica, reflejando un mundo en el que las categorías clásicas de belleza, fealdad, arte y basura pierden sentido con la excusa de que todo vale para ser una obra. Así, la verdadera subversión quizá ya no radique en el exceso ni en la deformación, y mucho menos en el absurdo, sino en la búsqueda de autenticidad, profundidad y sentido que, irónicamente, sería hoy lo más trasgresor en una era de hipersaturación visual y estética que le rinde culto a lo ridículo.
ResponderReenviar No puedes reaccionar a los mensajes recibidos en Cco con un emoji |
En un mensaje publicado en Truth Social, Trump justificó esta medida alegando que Venezuela ha sido «hostil a Estados Unidos y a las libertades que defendemos». Según sus declaraciones, este arancel se aplicará a cualquier comercio que dichos países realicen con Estados Unidos.
Trump también afirmó, sin presentar pruebas, que Venezuela ha enviado deliberadamente criminales y miembros de bandas violentas, como el Tren de Aragua, a territorio estadounidense. Estas acusaciones forman parte de una retórica que ha caracterizado su postura hacia el gobierno legítimo del presidente Maduro.
Según datos del Departamento de Comercio, Venezuela fue uno de los principales proveedores de petróleo a Estados Unidos en 2024, con exportaciones valoradas en 5.600 millones de dólares. Sin embargo, esta cifra representa solo el 3% del total de importaciones de petróleo y gas de Estados Unidos, muy por detrás de Canadá, que aportó el 60% con exportaciones valoradas en 106.000 millones de dólares.
Este anuncio se suma a una serie de medidas arancelarias que Trump había propuesto anteriormente, incluyendo un 25% de aranceles sobre productos farmacéuticos, automóviles y madera, cuya implementación estaba prevista para el 2 de abril. Trump ha denominado esta fecha como el «día de la liberación», en el que también planea anunciar aranceles recíprocos contra otras naciones.
Igualmente, cabe recordar que hace unas semanas Washington dio de plazo hasta el 3 de abril a la petrolera estadounidense Chevron para liquidar sus operaciones en el país caribeño.
Fuente: Telesurtv.net
“¿Y si dejamos de premiar a los mediocres?”- Lisandro Prieto Femenía
"La mediocridad, al instalarse como norma, convierte a las sociedades en sumas de hombres clónicos, incapaces de reaccionar ante los desafíos"
José Ortega y Gasset “La rebelión de las masas”, 1929.
La mezquindad y la mediocridad no son simples defectos morales individuales, sino que son fuerzas corrosivas que pueden fragmentar severamente el tejido social, minar el potencial colectivo y fomentar la alienación de las personas. Estas actitudes, al arraigarse en las relaciones humanas, bloquean todo tipo de cooperación puesto que desconfían del mérito de quienes puedan llegar a tener algún talento real que no sea chupar medias mientras que perpetúan sistemas de exclusión y envidia que atentan contra la convivencia armónica y el desarrollo comunitario.
Entendemos la mezquindad como la incapacidad de compartir bienes materiales, intelectuales o espirituales con generosidad, muy propio de la gente que es profundamente antisocial. Aristóteles ya nos advertía que la virtud de la magnanimidad es esencial para el bienestar colectivo. Desde su perspectiva, el mezquino no solo daña a otros, sino que se niega a sí mismo la posibilidad de trascender en comunidad: en su expresión más extrema, se convierte en una forma de egoísmo que erosiona la confianza y dificulta la solidaridad.
Para ilustrar el modo de vida mediocre y mezquino, podemos recurrir a la mitología, particularmente al mito que dio nombre al síndrome de Procusto, una metáfora tomada de los griegos antiguos que describe una actitud común en sociedades donde la miseria humana predomina por sobre el bien común. Procusto, reiteramos, un personaje mitológico, era un posadero que ajustaba a la fuerza a sus huéspedes al tamaño de su cama: si eran demasiado altos, les amputaba las extremidades; si eran demasiado bajos, los estiraba. En términos sociales, este síndrome alude a la tendencia de algunas personas a rechazar o limitar a aquellos que destacan o son diferentes, por temor a que su talento, virtudes o capacidades superiores los eclipsen.
El precitado fenómeno se observa con frecuencia en contextos laborales, educativos y comunitarios, donde el talento o la excelencia son percibidos no como recursos para el beneficio común, sino como amenazas al statu quo. Al respecto, el filósofo y sociólogo Max Scheler indicó que “la envidia social es la forma más tóxica de la mediocridad, pues busca nivelar a todos hacia abajo, impidiendo que los mejores se desarrollen” (“El resentimiento en la moral”, 1912). En este sentido, el síndrome de Procusto no sólo perjudica a los individuos talentosos, sino que también estanca el progreso colectivo al suprimir la diversidad y la innovación.
Pues bien amigos, en nuestra era de redes sociales, el síndrome de Procusto se manifiesta en linchamientos digitales o en críticas desmesuradas hacia quienes sobresalen en cualquier aspecto de la vida. El anonimato cobarde y la dinámica de la virtualidad no hacen otra cosa que amplificar el miedo al talento ajeno, transformando las diferencias en un objeto de burla o ataque violento. Sobre este asunto en particular, Slavoj Žižek indicaba que “el éxito de una sociedad marcada por la envidia y el resentimiento no sólo es difícil de alcanzar, sino que se convierte en una carga, ya que provoca el rechazo sistemático de aquellos que se sienten amenazados por el cambio” (“Living in the End Times”, 2010).
En contraposición a la mezquindad, la magnanimidad aristotélica se presenta como antídoto: la reflexión de Aristóteles sobre esta actitud en su “Ética a Nicómaco” sitúa esta virtud como una cualidad central para el florecimiento personal y social. Es que el magnánimo aspira siempre a cosas grandes, pero lo hace desde el conocimiento propio de su valor, evitando tanto la mezquindad como la vanagloria. Este equilibrio es esencial para Aristóteles, pues considera que sólo quien comprende su dignidad, puede aspirar a lo elevado sin caer en los excesos ni en las pretensiones vacías.
Aristóteles describe al magnánimo como alguien digno de honores, pero no como un buscador de reconocimiento a cualquier costo. La magnanimidad es, en este sentido, opuesta a la mezquindad, que se manifiesta en el rechazo a reconocer el valor propio o ajeno, y al mismo tiempo, contraria a la mediocridad, que evita aspirar a lo grandioso por temor al esfuerzo o al fracaso. Así, el magnánimo se presenta como una figura ideal de la ética aristotélica, capaz de armonizar la virtud personal con el impacto positivo en la comunidad.
En una sociedad marcada por la mezquindad, la magnanimidad actúa como contrapeso necesario. Aristóteles sugiere que el magnánimo, al conocer su valor, no necesita despreciar a otros ni competir desde la envidia. Por el contrario, su aspiración a lo elevado inspira y eleva a quienes lo rodean y acompañan. Esto, que parece ancestral y pasado de moda, tiene profundas implicaciones sociales: un tejido social sano requiere de individuos que no teman reconocer las capacidades ajenas, sino que sepan valorarlas y cooperar para alcanzar metas comunes.
"El magnánimo parece ser alguien digno de honores, porque aspira a las cosas grandes con base en su mérito, pero no las busca con mezquindad, pues conoce su propio valor" (Aristóteles, “Ética a Nicómaco”, IV, 3).
La carencia de magnanimidad en una comunidad, entonces, da lugar a dinámicas destructivas, como el resentimiento y el rechazo a la excelencia. Nietzsche, por ejemplo, al analizar esta misma idea desde una perspectiva crítica, sostenía que “lo que no aprendimos de los griegos fue la capacidad de admirar sin destruir; hoy la grandeza suele verse como una amenaza que debe ser nivelada” (Más allá del bien y del mal”, 1886). Evidentemente, Nietzsche ya notaba la tremenda dificultad que tiene la sociedad de reconocer la grandeza de otros sin que ello genere rechazo o envidia, una dificultad que la magnanimidad sí busca resolver.
“La masa odia al individuo que la ilumina, porque éste le muestra la mediocridad de la que ella se alimenta” (F. Nietzsche “Así habló Zaratustra”, 1883).
Por su parte, la reflexión de Hannah Arendt sobre la desintegración del mundo común está profundamente ligada a su análisis del egoísmo y la mezquindad como actitudes que minan el tejido social y la convivencia política. En “La condición humana” (1958), Arendt observa que la esfera política no es únicamente el espacio de la acción colectiva, sino también el lugar donde los individuos se encuentran como iguales y diferentes al mismo tiempo, compartiendo un mundo que los trasciende. Cuando señala que la desintegración del mundo común está precedida por una actitud mezquina que convierte al prójimo en un enemigo, Arendt está describiendo cómo el egoísmo exacerbado rompe el equilibrio entre el interés personal y el interés colectivo. En su análisis, la mezquindad no se limita al ámbito material, sino que incluye una incapacidad para reconocer al otro como un igual digno de derechos, perspectivas y contribuciones.
Recordemos que, para Arendt, la política se fundamenta en la pluralidad, es decir, la capacidad de los individuos para actuar juntos y deliberar sobre asuntos que afectan al bien común. El egoísmo llevado a su extremo, asociado siempre a la mezquindad, despoja a los ciudadanos de esta capacidad de privilegiar los intereses individuales por encima de los colectivos.
En un contexto como el nuestro, donde predomina esta actitud, el prójimo ya no es percibido como un compañero en la construcción del mundo común, sino como una amenaza o un competidor. Este proceso conduce a lo que Arendt describe como la “atomización” de la sociedad: un estado en el que los individuos pierden el sentido de comunidad y solidaridad, volviéndose aislados y desconfiados. La consecuencia de esta forma miserable de vida es la desintegración del espacio público, el ámbito donde las diferencias pueden ser negociadas y las acciones colectivas llevadas a cabo. Sin este espacio compartido, las sociedades se fragmentan en intereses caprichosos, incapaces de articular una visión de futuro común.
En el enfoque arendtiano, la mezquindad no sólo bloquea la capacidad de acción colectiva, sino que también destruye el carácter de acción misma, en tanto que la acción política es intrínsecamente generativa, es decir, tiene el potencial de crear algo nuevo y de transformar las estructuras existentes. Sin embargo, una actitud mezquina, al convertir al prójimo en enemigo, paraliza esta capacidad creadora y perpetúa la mediocridad, la inercia y el estancamiento. En este sentido, Arendt también conecta esta actitud con la crisis de responsabilidad en las sociedades modernas: cuando los individuos dejan de percibirse como corresponsables del mundo común, el espacio público se vacía, y las decisiones quedan en manos de sistemas burocráticos o autoritarios que no reflejan la voluntad colectiva. Este vacío, queridos amigos, es una puerta abierta a la naturalización de la tiranía.
“La desintegración del mundo común está precedida por una actitud mezquina que convierte al prójimo en un enemigo” (H. Arendt “La condición humana”, 1958).
Por último, es necesario que analicemos cómo la mediocridad social instituida estructuralmente ha establecido el precitado sistema moral improductivo del “nivelemos para abajo”. En sociedades donde la mediocridad es premiada y predomina como norma, el talento, la excelencia, la habilidad y la inteligencia son percibidas como severas amenazas en lugar de oportunidades. Este fenómeno no sólo refleja una incapacidad para gestionar la diversidad, sino también un miedo subyacente al cambio y a lo desconocido. El resultado evidente, es una cultura que castiga la innovación, la crítica racional y la distinción, prefiriendo la uniformidad por sobre la capacidad.
Recordemos brevemente al filósofo danés Søren Kierkegaard, quien al referirse al concepto de la “nivelación” en su obra “La enfermedad mortal” (1849) sostenía que “la nivelación es una victoria del hombre común, que busca destruir todo lo que sobresale, no por envidia manifiesta, sino por una indiferencia que niega el valor de lo extraordinario”. Este proceso de decadencia moral y cultural no sólo empobrece la creatividad y la capacidad de transformación de las comunidades, sino que también ha logrado perpetuar un estado de conformismo, donde la mediocridad se establece como un estándar incuestionable: si no me creen, fíjense ustedes mismos el nivel de nuestros gobernantes.
La dinámica instituida de la “nivelación hacia abajo” implica, evidentemente, un castigo implícito al talento y a la innovación, en tanto que aquellos que sobresalen son muchas veces objeto de exclusión, burla, crítica o sabotaje, lo que no sólo afecta su desarrollo individual, sino que priva a su comunidad de las posibles contribuciones que estas personas podrían ofrecer. Al respecto, recordemos lo que mencionamos líneas atrás sobre Žižek, quien anuncia que “en las sociedades donde la mediocridad predomina, el talento es desactivado no a través de la exclusión abierta y frontal, sino por la marginación sutil que trivializa cualquier intento de transformación” (“Living in the End Times”, 2010).
El miedo al talento es, claramente, un reflejo del temor de los mediocres a enfrentar sus propias carencias. En una cultura donde la banalidad es la reina y rectora de la cultura y la política, la diferencia se interpreta como una amenaza porque evidencia las limitaciones de aquellos que se conforman con lo indiscutido, es decir, con lo establecido. Este miedo, en lugar de motivar a la mejor, no hace otra cosa que reforzar una estructura social que desincentiva hasta el hastío la superación personal y colectiva, consiguiendo que miles de personas a diario sostengan la tan lamentable frase: “para qué me voy a esforzar, si es lo mismo, nadie lo nota, nadie lo valora”. Grave error.
Nuestro desafío es, evidentemente, superar esa realidad de la nivelación mediocre, mediante la construcción de una cultura del reconocimiento que aniquile el individualismo violento, señale sin pudor la inutilidad y la mala leche y proponga un nuevo esquema de valores donde se valore y potencie el esfuerzo y el talento. Esto requiere una reconfiguración de las dinámicas sociales, donde la diferencia no se perciba como amenaza, sino como una oportunidad para el aprendizaje y el crecimiento colectivo, puesto que el verdadero progreso social sólo es posible cuando tenemos la capacidad de reconocer el talento de cada individuo como un recurso compartido que apunta a enriquecernos a todos, si lo aprovechamos adecuadamente.
Cierro con esto: la solidaridad y el reconocimiento mutuo no son, solamente, principios éticos y morales valiosos, sino también estrategias prácticas (educativas, políticas y económicas) que fortalecen el desarrollo comunitario sostenido. La patética nivelación para abajo es un síntoma de una sociedad que le tiene miedo a la grandeza y a la excelencia, porque no sabe cómo integrarlas en su visión de futuro, básicamente, porque no quieren tener futuro. Superar esta triste dinámica social naturalizada exige una transformación cultural que fomente el respeto por la inteligencia, la capacidad práctica, la creatividad y el talento al servicio de la cooperación colectiva.
ResponderReenviar No puedes reaccionar a los mensajes recibidos en Cco con un emoji |
Así lo dio a conocer el Partido Acción Ciudadana de manera oficial mediante publicación del su Tribunal Electoral Interno.